Nadie entiende mejor a un corazón roto que otro corazón roto. Fue una de las primeras lecciones que aprendí en el transcurso de mi segunda ruptura amorosa —hasta día de hoy, la peor de todas—. En los primeros meses, cuando más miserable te sientes, cuando crees que te vas a quedar a vivir para siempre dentro de ese agujero negro en el que quedaste atrapada el día que el amor de tu vida decidió dejar de serlo, una de las mejores terapias para sanarte es hablar. Hablar, hablar y hablar. Te da igual que la persona que tienes sentada en frente no te escuche, sólo necesitas a alguien que esté ahí, asintiendo o negando con la cabeza y frunciendo el labio en señal de desaprobación, y que tenga muchos pañuelos a mano para cuando rompas a llorar de forma descontrolada.
Puedes hablar durante horas por teléfono, a través de mensajes llenos de emoticonos con caritas tristes y corazones rotos por Whatsapp o sentada frente a un café que sabrá más a lágrimas que a descafeinado de sobre. Puedes hablar con tus amigas solteras, con tus amigas que tienen pareja, con tus amigas que ponen en su estado de Facebook «es complicado«. O, si lo prefieres, puedes hablar con tu madre, con tu abuela, con tus tías… ¡incluso con tu padre! —sonará raro, pero gracias a mi última ruptura descubrí que, en temas de amor, mi padre es un hombre de palabras breves pero sabias—. Pero nunca, nunca, nunca te entenderán como alguien que está sufriendo lo mismo que tú.
Cuando estás desolada, arrastrando tu pena por los rincones de tu casa como un fantasma que lleva atado al tobillo una bola de hierro de 800 kilos, lo último que necesitas oír es: «Tú tranquila, esta noche nos ponemos guapas y salimos en busca de algún tío con el que puedas olvidar al otro imbécil» o «¿Qué haces? ¡Deja de llorar! ¿Te crees, de verdad, que él está llorando por ti? ¡JA! Seguro que le ha faltado tiempo para llevarse a la cama a la primera que se le ha cruzado por delante. ¡Deja de perder el tiempo y ponte las pilas!». No necesitamos oír nada de eso. No queremos bofetadas de realidad ni camuflar nuestra tristeza con sombra de ojos y pintalabios rojo. Esas palabras nos queman en los oídos, y lo que es aún peor, trabajan como un taladro mezquino haciendo que el agujero de nuestro corazón sea cada vez más grande.
Sabes que lo único que quieren tus amigas es verte bien, porque echan de menos a la chica alegre, divertida y risueña que eras hace un par de meses y que ahora parece haber pasado a mejor vida. Pero te dan ganas cerrarles la puerta y acallar sus palabras. No quieres maquillarte o ponerte tacones y abandonar el abrazo protector de tu pijama —que se ha convertido en tu segunda piel— para salir a la calle a demostrar lo bien que estás; ni tampoco quieres ir a buscar tío buenos porque sabes que aunque te encontraras en la discoteca a Chris Hemsworth disfrazado de Thor o a Channing Tatum bailando en el centro de la pista a lo Magic Mike, lo único que podrías pensar es en cuánto echas de menos al «imbécil» que te ha partido el corazón.
Pero en esos días de fustigamiento autodestructivo, cuando menos te lo esperes, te toparás con alguien que también está en medio de su luto amoroso, y te dará la mano y te ofrecerá un pañuelo para decirte que puedes llorar, que tienes derecho a expresar todo lo que está pasando por tu cabeza y tu corazón en ese momento, y que además ella —o él—, te va a entender. A lo mejor le conocerás de hace un par de horas, o es una antigua compañera de instituto con la que apenas hablabas en tus años de carpetas forradas con las caras de Orlando Bloom y Zac Efron, pero ahora hay algo que les une. Algo tan triste, pero tan poderoso a la vez, como es un corazón roto.
Si lo piensan por un momento, tiene todo el sentido del mundo. Es como cuando tienes un hobby y buscas un grupo de gente que comparte la misma pasión que tú por la fotografía, la escalada o la saga de Harry Potter, solo que, esta vez, las charlas se centran en torno a un tema bastante menos divertido. Las protagonistas de Sexo en Nueva York hacían lo mismo y las seguidoras de la serie sabrán que nada las unía más que sus historias de desamor; si no, qué habría sido de Carrie sin las terapias de grupo con sus amigas durante las crisis con Mr. Big… Y por eso será que a mí sus capítulos me ayudaban tanto, porque en el fondo sentía que ellas me estaban entendiendo. Porque, de una forma u otra, sus historias reflejaban en la pantalla mi propia historia, y eso me hacía sentir mejor. Me hacía sentir comprendida.
Encontrar ese refugio en alguien que sabes que empatiza con tu dolor y tu rabia, que no te va a juzgar, y que mucho menos te va a estar recordando día si, día también que el antiguo rey de tu cama ahora conquistando otras sábanas, es un paso gigantesco en el proceso de recuperación emocional. A mí me sirvió, y lo más curioso de todo es que lo hallé en la persona menos esperada. M era la mejor amiga de mi ex, pero justo cuando él y yo lo habíamos dejado, ella acababa de terminar la relación con su novio también. Y así, de la noche a la mañana, nos vimos juntas desayunando en una terraza y volcando sobre un cruasán de jamón y queso calentito y varios cafés con leche todo el veneno que nos estaba matando por dentro.
Era justo lo que necesitaba, alguien que me mirara a los ojos y me dijera sin palabras «entiendo por lo que estás pasando». A lo largo de varios meses —que yo juraría que fueron siglos—, M se convirtió en un apoyo primordial para mis días de angustia y, sobre todo, en mi rescatadora incondicional para esos momentos en los que mi cerebro decidía boicotearme y echar por la borda todos los pasos avanzados cuando pensaba en escribirle a mi ex un simple «te echo de menos». «¡Ni se te ocurra! Recuerda, tenemos que ser fuertes», se apresuraba a responder ella antes de que yo cometiera semejante locura.
No significa que todo el apoyo y las largas charlas con mis otras amigas no sirviera para
nada. Claro que sirve, ¡y mucho! Sobre todo cuando contraatacan tus momentos nostálgicos recordándote aquella vez que el idiota de tu ex —mote oficial elegido en consejo de sabias y empleado por todas las mujeres del mundo para referirse al hombre que le rompe el corazón a una amiga— prefirió salir con sus amigos en vez de ir a cenar contigo en la noche del tercer aniversario, o cuando le descubriste los mensajes de flirteo «inocente» con una de sus compañeras de trabajo. «¿Ves? Si lo mejor que te puede haber pasado es que te dejara. ¿Para qué quieres un novio así?», suelen concluir firmemente con la esperanza de que eso te haga sentir mejor.
Habrá hombres que lean esto y no lo entenderán. ¿Compartir tu dolor? ¿Hablar de sentimientos? ¿Llorar delante de un amigo? Sabemos que, cuando se trata de hacer frente a situaciones de desamor, ellos prefieren encerrarse en sí mismos y enfocarse en otras actividades para despejar su mente y su corazón. Quizás lloran, quizás no. Es algo que nunca sabremos porque, si lo hacen, será aislados en su habitación, con las persianas bloqueando cualquier señal de luz exterior e, incluso, me atrevería a decir que acondicionan el ambiente con Álex Ubago de fondo —o, bueno, algo un poco más masculino, como Nickelback o Foo Fighters—. Sea como sea, ellos no encuentran consuelo de la misma forma que lo hacemos nosotras.
Las mujeres preferimos reunirnos como los discípulos de Robin Williams en El club de los poetas muertos, con la ligera diferencia de que nuestros encuentros se organizan en torno a montañas de helado o crepes de Nutella y, en vez de leer a los grandes de la poesía para enamorarnos, intentamos sanar nuestras heridas para desenamorarnos.
¿No forma parte del proceso de una ruptura el que tengas vía libre para lloriquear con tus amigas?